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ELOGIO DEL ABURRIMIENTO
ELOGIO DEL ABURRIMIENTO
Conferencia de graduación pronunciada en Darmouth College, en julio de 1989.
But should you fail to keep your kingdom
And, like your father before you come
Where thought accuses and feeling mocks,
"Believe your pain"
( W.H.Auden, The Sea and The Mirror)
Una parte sustancial de lo que os espera a partir de ahora va a estar dominada por el aburrimiento. La razón por la que me gustaría hablaros hoy acerca de ello, en tan ilustre ocasión es que, a mi juicio, ninguna escuela de artes liberales os prepara para tal eventualidad; Darmouth no supone una excepción.
Ni las humanidades ni las ciencias incluyen el aburrimiento entre sus materias. Como máximo, os pueden comunicar su sensación. Pero ¿qué es un contacto casual comparado con un malestar incurable? El sonsonete más monótono proveniente de una tarima o un soporífero libro de texto escrito con estilo indigesto no admiten comparación con el Sáhara psicológico que comienza en vuestro dormitorio y no reconoce límites.
Conocido por numerosos seudónimos –hastío, tedio, apatía, estolidez, letargia, languidez, sopor, acidia, depre, etc.–, el aburrimiento constituye un fenómeno complejo, fruto, por lo general, de la repetición. Podría parecer, por lo tanto, que el mejor remedio contra él consistiría en la innovación y la originalidad constantes. Eso es lo que vosotros, que sois jóvenes y modernos, esperáis que ocurra. Por desgracia, la vida no os lo va a facilitar, pues la esencia de la vida consiste precisamente en la repetición.
Podría aducirse, desde luego, que la búsqueda incesante de originalidad e innovación constituye el instrumento del progreso, y por lo tanto, de la civilización. Sin embargo, la experiencia nos enseña que esa búsqueda no es la más fructífera. Si analizáramos la historia de nuestra especia a partir de los descubrimientos científicos, sin entrar, sin entrar en conceptos éticos, el resultado no nos sería favorable. Obtendríamos, hablando técnicamente, siglos de aburrimiento. La propia noción de originalidad o de innovación revela la monotonía de la realidad, de la vida, cuya esencia –mejor dicho, cuyo lenguaje– es el tedio.
En este sentido, la vida difiere del arte, cuyo peor enemigo, como sabéis, es el cliché. No es de extrañar, por tanto, que tampoco el arte os pueda enseñar a enfrentaros con el aburrimiento. Pocas novelas tratan sobre este tema; en pintura aún resulta menos frecuente; y la música no es un arte de significados. El arte suele abordar el aburrimiento de una manera autodefensiva y satírica. La única forma de que el arte pueda serviros de solaz contra el aburrimiento, contra el equivalente existencial del cliché, consiste en que os hagáis artistas. Sin embargo, teniendo en cuenta que sois muchos, tal perspectiva resulta tan poco atractiva como improbable.
Pero aunque salierais de aquí en tropel y os abalanzarais sobre máquinas de escribir, caballetes o pianos Steinway, no conseguiríais escapar por completo del aburrimiento. Si la repetición es la madre del aburrimiento, vosotros, jóvenes y modernos, no tardaréis en sentiros agobiados por la falta de reconocimiento y los bajos ingresos, males ambos que podemos considerar endémicos en el ámbito artístico. A este respecto, la escritura, la pintura o la composición musical resultan claramente inferiores a un trabajo en un bufete de abogados, en un banco e incluso en un laboratorio.
En ello reside, por supuesto, la gracia salvadora del arte. Al no ser lucrativo, no se ve tan influenciado por el crecimiento demográfico. Pues si, como hemos dicho, la repetición es la madre del aburrimiento, la demografía (que va a desempeñar en vuestras vidas un papel mucho más decisivo que cualquier asignatura que hayáis estudiado aquí) es su otro progenitor. Puede que esto os suene misantrópico, pero doblo con creces vuestra edad y he visto multiplicarse por dos la población nuestro globo. Cuando alcancéis mi edad, ya se habrá cuadruplicado, y de una forma hoy por hoy inimaginable. Por ejemplo, hacia el año 2000 los cambios culturales y étnicos serán tales que, sin duda, deberéis replantearos vuestra concepción del mundo.
Este hecho bastaría por sí solo para reducir las posibilidades de la originalidad y la inventiva como antídotos del aburrimiento. Pero incluso en un mundo más monocromático, la originalidad y la inventiva tendrían que enfrentarse con otro problema: el de los beneficios que, en efecto, reportan. Si poseéis tales habilidades, vais a progresar con mucha rapidez. Aunque esto último parezca muy deseable, la mayoría de vosotros habrá podido comprobar de primera mano que nadie se aburre tanto como un rico, pues el dinero compra tiempo, y el tiempo es repetitivo. Dando por supuesto que no vais camino de la miseria –de lo contrario no habríais ingresado en la universidad–, es fácil prever que sufriréis el peso del aburrimiento en cuanto os hagáis con las primeras herramientas de la autogratificación.
Gracias a los avances tecnológicos, tales herramientas resultan tan numerosas como los sinónimos del aburrimiento. A la luz de su función –haceros olvidar el carácter repetitivo del tiempo– su abundancia es reveladora. Como lo es también la función de vuestro poder de compra, que vais a continuar aumentando en cuanto salgáis de esta ceremonia en medio de los clics y zumbidos de los aparatos que sostienen vuestros padres y parientes. Se trata de una escena profética, damas y caballeros de la promoción del 89, pues van a entrar ustedes en un mundo en el que la grabación de un acontecimiento es más importante que el hecho mismo; en el mundo del video, del estéreo, del control remoto, del chándal y de la máquina de ejercicios, para manteneros en forma y poder revivir vuestro pasado o el de otra persona: éxtasis enlatado que exige carne fresca.
Todo lo que se ajusta a un patrón engendra aburrimiento. Y eso afecta al dinero en muchos aspectos, tanto a los billetes mismos como al hecho de poseerlos. No pretendo, por supuesto, presentar a la pobreza como forma de huir del aburrimiento, aunque parece que ese fue el caso de San Francisco. La idea de nuevas órdenes monásticas, sin embargo, no parece particularmente atractiva en esta era de vídeo-cristianismo, pese a la miseria que nos rodea por doquier. Además a vosotros, jóvenes y modernos, se os ve más deseosos de ayudar a personas de lugares lejanos, que a nuestros vecinos; más dispuestos a renunciar a vuestro refresco favorito que a aventuraros por los barrios pobres. No pretendo aconsejaros, pues, la pobreza. Pero sí sería recomendable que recelarais un poco del dinero, pues los ceros de vuestras cuentas corrientes pueden llegar acompañados de sus equivalentes mentales.
En cuanto a la pobreza, el aburrimiento constituye la parte más brutal de su desdicha, y la huida de ella reviste formas más radicales: la rebelión violenta y la adicción a las drogas. Ambas resultan pasajeras, pues la desdicha de la pobreza es infinita, y muy caras, precisamente debido a tal infinitud. Un hombre que se inyecta heroína en la vena viene a hacerlo por la misma razón por la que otros se compran un video: para eludir el carácter repetitivo del tiempo. La diferencia, sin embargo, es que gasta más de lo que consigue, y que en su forma de evasión llega a ser, más rápidamente que en otros casos, tan repetitiva como aquello de lo que quiere huir. En definitiva, la diferencia de tacto entre la aguja de una jeringa y el botón de un estéreo se corresponde con la que existe entre la agudeza y la insipidez del impacto del tiempo sobre los desposeídos y la gente acomodada. En suma, seáis ricos o pobres, tarde o temprano vais a sufrir esta redundancia del tiempo.
Vosotros, gente potencialmente acomodada, llegaréis a aburriros de vuestro trabajo, de vuestras amistades, de vuestras parejas, de vuestros amantes, de la vista desde vuestra ventana, del mobiliario o del papel pintado de vuestra habitación, de vuestros pensamientos, de vosotros mismos. , en consecuencia, intentaréis idear formas de evasión. Aparte de los gratificantes aparatos antes mencionados, puede ser que os decidáis a cambiar de trabajo, de residencia, de compañías, de país, de clima; o a entregaros a la promiscuidad, al alcohol, a los viajes, a la cocina, a las drogas, al psicoanálisis.
De hecho, puede que os entreguéis a todo ello a la vez. Y quizá os vaya bien durante un tiempo. Hasta que, por supuesto, os levantéis un día en vuestro dormitorio junto a vuestra nueva familia y con un papel pintado diferente en un lugar y en un clima distintos, aunque sintiendo de nuevo esa mortecina sensación ante la luz del día que se cuela por la ventana. Os calzaréis los zapatos pero descubriréis que no os permiten huir lejos de todo aquello que vuelve a caeos encima. Una vez reconocida tal sensación, dependiendo de vuestro carácter o de vuestra edad, sentiréis pánico o bien os resignaréis; o quizá os lanzaréis de nuevo al vértigo de los cambios.
Palabras como neurosis o depresión empezarán a aparecer en vuestro vocabulario, y las pastillas, en vuestro botiquín. En sí, nada tiene de malo convertir la vida en una búsqueda constante de alternativas, en un baile incesante de trabajos, parejas, entornos, etc., siempre que seáis capaces de afrontar tanto su coste como el desbarajuste de recuerdos. Después de todo, el cina y la poesía romántica han ofrecido una imagen atractiva de tal confusión. El problema es que esa búsqueda acabe convirtiéndose en una ocupación constante, y que vuestra necesidad de novedades venga a asemejarse a la de la dosis diario de un drogadicto.
Cuando os golpee el aburrimiento, id por él. Dejad que os inunde; sumergíos, tocad fondo. En una situación desagradable, la regla es tocar fondo cuanto antes para volver con más rapidez a la superficie. De lo que se trata diríamos parafraseando a otro gran poeta de lengua inglesa, es de dar un repaso a fondo a lo malo. La razón de que el aburrimiento merezca tal escrutinio es que representa al tiempo en toda su pureza, en todo su repetitivo, superfluo y monótono esplendor.
Por decirlo así, el aburrimiento es vuestra ventana al tiempo, a esas características del tiempo que uno tiende a pasar por alto para no poner en peligro su equilibrio mental. Se trata, en definitiva, de una ventana a la infinitud del tiempo, o , lo que es lo mismo, a nuestra propia insignificancia en él. Eso es lo que quizá explique el pavor ante las tardes solitarias y mortecinas, o la fascinación con que uno observa a veces el polvo en un rayo de sol, y se oye de fondo el tictac de algún reloj; el día es tórrido, y la fuerza de voluntad se halla bajo mínimos.
Una vez abierta la ventana, no intentéis cerrarla; al contrario, abridla de par en par. Pues el aburrimiento habla el lenguaje del tiempo y vais a aprender la lección más valiosa de vuestras vidas, la lección que aquí, en estos verdes céspedes, no os han enseñado: la de vuestra absoluta intrascendencia. Una lección tan válida para vootros como para aquellos con quienes os codeéis. «Eres finito ―dice el tiempo con la voz del aburrimiento―, y cualquier cosa que hagas, desde mi punto de vista, es vana.» Puede que esto no os resulte precisamente agradable, pero la percepción de la futilidad, de la limitada significación que revisten incluso vuestras mejores y más vehementes acciones resulta preferible al espejismo de su trascendencia y a la correspondiente vanagloria.
El aburrimiento supone, en efecto, una irrupción del tiempo en vuestro esquema de valores. Sitúa la vida en su justa perspectiva, lo cual da como resultado la precisión y la humildad. Esta última, observémoslo, engendra a la primera. Cuanto más conocemos nuestro propio tamaño, más humildes y compasivos nos volvemos respecto a nuestros semejantes, a ese polvo que flota en el rayo de sol o ya inmóvil sobre la mesa. ¡Cuánta vida encierra ese polvo! No desde nuestro punto de vista sino desde el suyo. Nosotros somos para él lo que el tiempo es para nosotros; por eso parece tan poca cosa. ¿Y sabéis lo que dice el polvo cuando lo limpian de la mesa?
«Recuérdame»
susurra el polvo.
Nada más lejos de vuestro mundo, jóvenes y modernos, que el sentimiento expresado en estos dos versos del poeta alemán, ya fallecido, Peter Huchel.
Lo he citado no porque quiera inculcaros el gusto por lo que es pequeño (semillas y plantas, granos de arena o mosquitos) pero numeroso; los he citado porque me gustan, porque en ellos me reconozco a mí mismo y, por tanto, a cualquier otro organismo destinado a ser barrido de la superficie. «”Recuérdame” / susurra el polvo.» Pues si aprendemos la lección que el tiempo nos da sobre nosotros mismos, quizá el tiempo, a su vez, pueda también aprender de nosotros alguna lección. ¿Cuál sería? La de que, aun inferiores en trascendencia, lo superamos en sensibilidad.
Eso es lo que significa ser intrascendente. Y si para entenderlo hay que dejar que entre en nuestra casa el aburrimiento paralizado, démosle la bienvenida. Somos intrascendentes porque somos finitos. Pero cuanto más finito es algo, más cargado viene de vida, de emociones, de goce, de miedos, de compasión. Poca vida o emoción encierra la infinitud. Nuestro aburrimiento, al menos, nos permite verlo. Porque nuestro aburrimiento es el aburrimiento de la infinitud.
Así pues, respetadlo por sus orígenes, y quizá también por los vuestros. Porque la anticipación de tal inanimada infinitud es la que explica la intensidad de los sentimientos humanos, traducida a menudo en la concepción de una nueva vida. Con ello no quiero decir que hayáis sido concebidos a causa del aburrimiento, ni que lo finito engendre lo finito (aunque ambas afirmaciones pueden ser verdaderas). Lo que pretendo sugerir es que la pasión es el privilegio de lo intrascendente.
Por lo tanto, intentad mantener la pasión, dejad la frialdad para las constelaciones. La pasión es, sobre todo, un remedio contra el aburrimiento. Otro remedio es, por supuesto, el dolor, más el físico que el psicológico (resultado frecuente de la pasión). Aunque no os deseo ninguno de los dos, lo cierto es que, cuando sentís dolor, sabéis al menos que no habéis sido engañados (por el cuerpo o por la psique). Del mismo modo, lo bueno del aburrimiento, de la angustia y de la percepción de la propia intrascendencia, o de la de los demás, es que no se trata de un engaño.
Podéis intentar también aficionaros a las novelas policíacas o de acción, a algo que os lleve a donde nunca antes hayáis estado (verbal, visual o mentalmente). Algo continuado… aunque sea sólo durante un par de horas. Evitad la televisión, especialmente el cambio continuo de canales, verdadera encarnación de lo redundante. Pero si tales remedios fracasan, no os resistáis, «arrojad vuestra alma a la creciente negrura». Tended los brazos al aburrimiento o a la angustia, o dejad que los de ellos, mucho mayores, os rodeen. Su seno, sin duda, os parecerá asfixiante, pero no intentéis dar marcha atrás para corregir el error. No: como dijo el poeta, «Cree en tu dolor». Este espantoso abrazo no es un error. Nada de lo que os perturba lo es. Pero tened siempre presente que en este mundo no hay abrazo que no acabe por romperse.
Si todo esto os parece muy negro, no sabéis lo que es la negrura. Si os parece irrelevante, espero que el tiempo os permita seguir creyéndolo. Pero si lo consideráis inapropiado para ocasión tan ilustre como ésta, me veré obligado a discrepar.
Sería inapropiado si lo que estuviésemos celebrando fuera vuestra presencia entre nosotros, y no vuestra partida. Pero mañana ya no estaréis aquí, pues vuestros padres han pagado sólo por cuatro años, ni un día más. Os marcháis a otro lugar para construir vuestras carreras, vuestras fortunas, vuestras familias, para encontraros con vuestro irrepetible destino. Y en ese otro lugar, al igual que en las estrellas o en los trópicos o al otro lado de la frontera de Vermont, poca noticia tienen de esta ceremonia de Darmouth Green. Ni siquiera estoy seguro de que la música de nuestra banda llegue aquí cerca, a White River Junction.
Vais a marchar de aquí, miembros de la promoción de 1989. Vais a entrar en el mundo, mucho más densamente poblado que este lugar , y donde vais a recibir mucha menos atención que la que habéis disfrutado durante los últimos cuatro años. Tendréis que valeros por vosotros mismos. Y en cuanto a vuestra trascendencia, podéis deducirla con rapidez comparándoos con los casi cinco mil millones de habitantes de nuestro mundo… La ocasión exige, pues, tanta prudencia como fanfarria.
No os deseo sino felicidad. Pero va a haber también mucha oscuridad y, lo que es peor, horas mortecinas, fruto tanto del mundo exterior como de vuestra propia mente. Había que preveniros, y eso es lo que, con mis pobres medios, he intentado hoy, aunque por supuesto no baste.
Pues lo que os espera es un notable pero fatigoso camino; es como si hoy estuvierais subiendo a un tren que corre sin freno. Nadie puede saber lo que os espera, y menos aún los que quedamos atrás. Pero lo que sí podemos asegurar es que no se trata de un viaje de ida y vuelta. Bueno será recordar, por lo tanto, que, por muy inhóspita que pueda llegar a ser alguna estación, el tren no se detiene en ninguna para siempre. De modo que nunca os quedaréis estancados, aunque os parezca lo contrario. Porque este lugar se está convirtiendo ya en vuestro pasado. A partir de ahora no hará sino quedar atrás, pues el tren se halla en continuo movimiento. Y seguirá quedando atrás incluso cuando creáis que os habéis quedado estancados. Así que miradlo por última vez, mientras aún conserva su tamaño natural, mientras no se ha convertido aún en fotografía. Miradlo con toda la ternura de que seáis capaces, pues estáis contemplando vuestro pasado. Dad, por así decirlo, un completo repaso a lo bueno. Pues dudo que nunca llegue a serlo tanto como en este momento.
Joseph Brodsky
(Del Dolor y la Razón, editorial Destino, España, 1995)
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