LOS DESARZONADOS
• Petrarca, viajero eterno
I. Algunos escritores se dejan seducir por lo inmediato. Otros, prefieren escudriñar lo disimulado en los reversos. Buscador de reversos es Pascal Quignard; buscador de meditaciones en la corriente de la historia y el acaecer vital. O rasgador de cuerdas sublimes de la música. Como en sus novelas Todas las mañanas del mundo o La lección de música (las dos llevadas al cine). En ambas, y en particular en la primera, la música vibra como una religión laica, como sonidos proyectados a guisa de puentes hacia el más allá, o como vivencia sensitiva de algo absoluto. Interés por lo musical que refleja el origen familiar de Quignard, poblado de músicos y entendidos en literaturas clásicas. A la música le dedica también su ensayo El odio a la música (El Cuenco de Plata, 2012) que es un contrapeso a la valoración romántica de lo musical, porque aquí la corriente de sonidos es pensada como “anzuelo que captura las almas y las lleva a la muerte”. La música como fuerza hipnótica, como olvido de una situación de real apremio, tortura o barbarie, tal como fue el uso que se le inyectó en los campos de concentración durante la Segunda Guerra Mundial.Quignard se agrega a la saga de las mentes heterogéneas (como Benjamin, Kafka, Joyce, Borges). Artesano heterogéneo de la palabra: narrativa, ensayística, literatura, poesía, novela. La versatilidad de la pluma hace natural, y casi necesario, combinar momentos de lo narrativo y la ficción con agudas pulsaciones reflexivas. Y, como sabemos, nuestra realidad global es el embrujo de lo efímero, las facilidades del efectismo, el endiosamiento de lo actual. En ese panorama, Quignard es un intempestivo, un pez que nada contra las corrientes más ligeras y atolondradas de nuestro tiempo.
.Caídos del caballo
II. Su última obra, Los desarzonados (El Cuenco de Plata, 2013) es la séptima parte de su extendida obra El último reino , iniciada con Las sombras errantes en 1992.
Los desarzonados son los caídos de la vida inmediata. Caen de un caballo. Conocen su trasformación al “desarzonarse”, al perder el arzón, la pieza delantera o trasera de la silla de montar. Sus vértebras entonces se desacomodan, la compostura corporal se hace trizas. Pero el desquicio no se reduce al malestar físico. Propicia una reacción regenerativa, la mariposa que deja atrás la oruga inservible.
Desarzonarse es renacer en lo que sobrevive por un lenguaje de la creación. Es el caso Agrippa d’Aubigné, Abelardo o San Pablo (Saulo, de Tarso, antes de su caída del caballo y la iluminación en el camino a Damasco). Todos ellos escriben porque han caído. Pero no es la caída cristiana del pecado, el desplome de la desintegración moral. Es un caer hacia arriba luego de rozar la muerte. Escriben “porque les parece volver del mundo de los muertos”. Y su caer al revés es una “situación invertida”, es “el instante en que comienza el viaje chamánico. Es como un segundo nacimiento que se produce en el curso de la vida”.
La escritura es remedo de la muerte, no de la muerte física como tal sino de la parálisis abisal, de la imposibilidad de ser por la acción. La única supervivencia es por las palabras. Como en Brantome, desensillado por un trabador (instrumento usado por la infantería entre los siglos XIV a XVI para enganchar y derribar jinetes enfundados en sus armaduras). Despechado, arrebatado del calor pasional de la guerra, Brantome explica que escribe “a falta de matar, de amar, de cabalgar, de vivir”. Es el sobrevivir por lo escrito también de Gourville o Montaigne. O el incidente de Rousseau en Ménilmontant cuando un perro le salta, lo derrumba, lo sumerge en un morir súbito para un renacer extático gozoso posterior; la muerte que sigue de paso para conceder una segunda existencia.
Los desarzonados son los golpeados de súbito, pero no para hundirse en el polvo, sino para repetir la salida del útero con un segundo corazón más introspectivo y ebrio de palabras.
Y el mediador del segundo nacer es el caballo, el “ur-animal”, el que, ya como lo comprendieron los viejos chamanes, mediante su montura conduce las almas hacia la altura, hacia el origen, hacia un punto sagrado de renovación. La cabalgata mágica del animal es el acercarse a la fuerza de algo primario y no degastado. Un salto más atrevido y eficaz a un manantial, sugiere Quignard, que la imagen del “cuerpo sangriento y consumido por un Dios inmóvil y muerto” en una cruz.
III. La segunda vida del desarzonado por el lenguaje no es conocimiento sin sangría. Un caballero romano, narra Quignard, cabalga hacia alguna parte… Hace trece años. No sabe de dónde viene y hacia dónde va. Pero quisiera saber… No abandona su montura. Pero, le confiesa a un posadero, el siempre estar montado y en marcha no asegura ir hacia algún lugar. La hierba seca del fin del mundo, de lo que ya no permite seguir, crece quizá en todas partes. La muerte está al final, claro, pero no se sabe cuándo vendrá; no se sabe qué torsión obrará en el rostro; no se sabe… Por eso el no saber es manto que cubre, sustrae la visibilidad, es como la bruma apetecida por animales y humanos: “Los pájaros aman que la bruma se cierre sobre ellos en el cielo. Los caballos aman que la bruma se cierre sobre ellos cuando galopan en la estepa infinita. Los barcos aman que la bruma se cierre sobre ellos cuando se alejan en el mar al despuntar el alba. Los hombres aman que la bruma se cierre sobre ellos en la forma de lenguaje”.
La bruma en forma del lenguaje (como tejido de las palabras) nubla aquello que nunca se mostrará. Es mejor encubrir lo perdido por la niebla del lenguaje, que ver directamente el territorio en el que nada viaja hacia ninguna parte...
IV. Y la bruma, el lenguaje, los desarzonados, pertenecen al mundo cuya primera ley (además del misterio) es el cambio. La trasformación. Las metamorfosis. En el capítulo “El hambre” de Los desarzonados, Quignard piensa lo que sería la cancelación misma del pensar por su imposibilidad biológica. El hambre. “El hambre es el origen de la metamorfosis más extrema de los cuerpos. Un cuerpo come otro cuerpo. Es el intercambio secreto de la vida. Es el centro secreto de la metamorfosis de los seres”. Por la desesperación indecible del hambre, el hombre devuelve el cuerpo a lo ajeno a la civilización. Es decir: vuelta de lo corpóreo a lo que se sale de la palabra. A lo primario, donde los músculos desnutridos desplazan a las neuronas.
Entonces, una decisión pre-racional viene del vientre vacío del hambre. La demanda de saciarse con el igual. La fusión sin idea de fusión: devenir el cuerpo que come otro cuerpo semejante. El “centro secreto de las metamorfosis”. La antropofagia no como rito (la ritualidad antropofágica es deseo mágico posterior de absorber las cualidades del sujeto devorado), sino como salida de la desesperación hambrienta. Por eso el hambre es salida del sujeto, es “la desubjetivación originaria”, es el “ser reconocido por otro animal como un pedazo de carne”. Estado conocido por el hombre del siglo XIX, por los relatos de náufragos en el mar, entregados a la deriva, sin alimento, y con la única esperanza de sobrevivir por la ingesta del otro.
Es el artista enfrentado al desafío de representar la desubjetivación por la pintura. Es Géricault, observa Quignard, estudiando la mejor composición corporal de los náufragos del navío La medusa, en su balsa exigua entre las olas, devenida escena de las metamorfosis en las que, por la trituración, un cuerpo se convierte en otro
Lo singular, lo individual
V. Como todo artista enamorado de lo diverso, en algún momento Quignard debe pensar lo individual, lo no diluido en un pozo de impersonalidad. Pero lo individual radical, en su verdadera lozanía, es el hombre solitario. “El solitario es más radicalmente singular que lo individual”. Y como antes el caballo era el medio para la caída de los jinetes desarzonados destinados a renacer, ahora el jabalí arde como metáfora del solitario que se extravía entre espejos que repiten el mismo reflejo. El francés sanglier , jabalí, esconde un antiguo término, singlier, que también es un arcaísmo en inglés, que significa solitario, alone . El solitario es la voluntad de enfrentarse al puño regularizador, a los golpes que buscan modelar una moralidad obediente.
El solitario se enfada. “Pretende vivir todo de manera frontal”. Y el jabalí es modelo de la energía frontal que se resiste; y que no duda en embestir los obstáculos en la franqueza de su camino. Vivir en un espacio inmunizado ante lo multitudinario, es parte del plumaje del solitario. Así lo vivieron los anacoretas, los solitarios de los desiertos en los primeros siglos del cristianismo. Vivir en soledad como el jabalí. Un modo de afirmar el yo en su pedido de encuentro individual con dios. Y la soledad necesita liberarse del llamado a la normalidad gregaria. Por eso Quignard está seguro de que “hay que rechazar la mirada de los otros”, el juicio de los otros... Así: “cuando deja de someterse al juicio de aquellos de los que uno se ha resguardado, todo lo que hiere se deshilacha y se borra de golpe como una niebla sobre el río en el instante en que sube el sol”.
VI. Quebrar el juicio del otro dentro de uno es fuente de libertad. Y la cultura moderna se cree libre de la naturaleza. Ilusión iluminista por excelencia. Quignard declara la falsedad de ese principio: “Jamás hubo autonomía de la cultura respecto a la naturaleza”.
Autonomía es deseo de un mundo propio, separado y autosuficiente. Negar la autonomía es negar la vida humana como separada de las estaciones o de los animales. Rechazo de lo autónomo escindido. Porque “no hay autonomía de los hombres ni de las fieras ni de las flores, ni de las nubes que alternan la luz, ni de las sombras que se proyectan sobre los campos, o la arena o el agua”. Lo autónomo que separa es sólo morfología, metodología de clasificación, no determinación esencialista.
Y si no hay separaciones hay continuidades entre el hombre y la materia, pero las continuidades no son leyes arquitectónicas (las “leyes de la naturaleza”), conceptos lógicos integradores. Más bien lo que hay “es una continuidad demente, no racional, prelingüística”. El hombre insiste en ordenar, en diferenciar los campos autónomos de su saber sobre el anillo de las cosas. Actitud que separa y segrega distancia. La distancia por ejemplo que el hombre moderno siente respecto a la “escena sexual”, “el cuerpo matriz”, la historia o el entorno espacial.
La cultura, como estanque autónomo respecto a la vida desparramada, es peligro de desarraigo del mundo previo del planeta. Por eso, “es preciso que la cultura no concluya la construcción del mundo. Hay que dejar que la vida sea dueña del destino de la tierra. En el terreno baldío es incluso más libre que en el bosque…”.
Al final, en Quignard, despunta una sospecha de artista romántico: la vida desparramada en el mar y los árboles es más imponente que nuestros conceptos sobre la vida. La espada del homo faber desquicia la vida cuando la aliena, cuando le niega su propia espontaneidad. Entre lo vivo y el lenguaje hay una diferencia a preservar. Dioniso, el dios de la vida como abismo creador y nocturno, corre más profundo que las etiquetas ordenadoras de Apolo (el reino de la lógica). Hay que impedir que la cultura, es decir nuestra red extendida por la acción y el lenguaje, no invada el mundo en construcción en los bordes de la civilización.
Pero el sometimiento al lenguaje es el precio para el respirar civilizado. Y si bien no podemos liberarnos de las palabras (que fija autonomías y leyes), acaso sí es posible, observa el escritor francés, “desgarrar un poco su trama”.
Desgarramiento del lenguaje. Desgarrar la trama es también un “desarzonarse”, un renacer. Un salir de lo árido (la muerte) hacia la lluvia (otro nacer).
Un aprender entonces a saltar entre acantilados. Y cabalgar fuera de las celdas.
ESTEBAN IERARDO
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