Con el tiempo, tu frialdad se vuelve fabulosa.
Tus ojos han perdido lo que les proporcionaba su brillo,
tu silueta está verdaderamente abatida.
Una serenidad sin hastío, sin amargura, se inscribe en la comisuras de tus labios.
Te deslizas por las calles, intocable, protegido por el desgaste ponderado de tu ropa,
por la neutralidad de tus pasos.
Ya no quedan sino gestos aprendidos.
Ya no pronuncias nada más que las palabras necesarias.
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Un hombre que duerme.
GEORGES PEREC
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