viernes, 29 de octubre de 2010

HORAS NON NUMERO NISI SERENAS






EL RELOJ DE SOL
Horas non numero nisi serenas: tal es la leyenda de un reloj de sol en las cercanías de Venecia. Las palabras como la idea son de una suavidad y una armonía sin paralelo. Ningún concepto más clásico. "Sólo cuento las horas serenas". ¡Qué muelle y apaciguador sentimiento! ¡Cómo parecen desvanecerse las sombras sobre la lámina del cuadrante cuando el cielo se cubre, y el tiempo muéstrase vacío a menos que su paso aparezca jalonado por la alegría, y todo lo que no es felicidad se hunde en el olvido! ¡Qué excelente lección para el espíritu: no tomar en cuenta el tiempo sino por sus beneficios, ver sólo las sonrisas y desatender los ceños del destino, urdir nuestra vida con instantes luminosos y dulces, volviéndonos siempre hacia el lado radiante de las cosas y dejando resbalar el resto de nuestra imaginación, inadvertido u olvidado! ¡Cuán distinto del arte tan al uso de atormentarse y condolerse de uno mismo! Por lo que a mí hace, mis sensaciones, mientras cabalgaba a orillas del Brenta, cuyas aguas indolentes y legamosas encandecía el sol, dista tan mucho de ser confortables; pero la lectura de aquella inscripción sobre el blanco muro hizo que instantáneamente me recobrara; y todavía, cuando se me ocurre repetirla o recordarla, tiene el poder de trasportarme a las regiones de la abstracción pura y bienaventurada. No puedo sino imaginar que debe provenir de la superstición papista. Algún monje de la edad de las tinieblas la inventó quizá y nos la ha legado; alguien que, viviendo despaciosamente en jardines acicalados y contemplando la marcha silenciosa del tiempo, mientras sus frutos maduraban al son y sus flores embalsamaban el aire, se fue sintiendo invadido por una muelle languidez y, al tener poco que hacer y que preocuparse, determino (a imitación de su reloj de sol) borrar aquel poco de su pensamiento o correr un velo sobre ello, convirtiendo así su vida en un largo sueño ininterrumpido de quietud. Horas non numero nisis serenas: repetía sin duda cuando los cielos se derrumbaban y el huracán esparcía las hojas caudas, y tornaba a sumergirse en el claustro sereno de sus estudios. Solamente un tal estado de espíritu, indolente, elegante, pensativo, podía dar nacimiento a esta divisa exquisita, que dice por sí sola libros enteros.
De los diversos modo de contar el tiempo, el reloj de sol es quizá el más natural y el más sorprendente, ya que no es el más como ni comprensivo. No pone obstáculo a su observación, aunque "moralice sobre el tiempo", y , por su condición estacionaria, forma un curioso contraste con la más fugaz de todas las esencias. Permanece sub dio, bajo el aire marmóreo, y hay cierta conexión entre la imagen de la infinitud y la eternidad. Me gustaría también a su lado, un girasol con abejas revoloteando en torno. Debería ser de hierro, para denotar la perennidad, y tendría un aspecto hosco, plúmbeo. Detesto los relojes de sol en madera, adecuada para mostrar más bien las variaciones de las estaciones que el avance del tiempo - lento, silencioso, imperceptible, jaquelado de luz y sombra. Si nuestras horas fueran todas serenas, es probable que nos diéramos tan poca cuenta de ellas como se da el cuadrante de las horas nubladas. La sombra proyectada a su través es lo que nos advierte de su fugacidad. De otro modo, nuestras impresiones tendrían el matiz indiscernible; apenas tendríamos conciencia de nuestro existir. Aquellos a quienes ningún cuidado de este mundo acosa y aguija se ven obligados a recurrir a las esperanzas y temores del otro para vivificar la perspectiva ante ellos. La mayoría de los sistemas para medir el transcurso del tiempo han sido, creo, artificio de monjes y reclusos religiosos que, encontrando pesado el fardo del tiempo, se esforzaron en ver cómo se podían librar de él. El reloj de arena, sospecho, es invención más antigua, y ciertamente la más defectuosa de todas. Sus arenas huidizas no son desde luego un emblema inadecuado del minuto, porciones incontables de nuestra existencia; y la manera en que gradualmente resbalan por el hueco cristal y disminuyen en número hasta no quedar una sola, también ilustra el modo en que los años se nos escapan furtivamente; pero, como invención mecánica, es más un estorbo que una ayuda, pues requiere atender al tiempo cuyos preciosos instantes pretende contar, dando vuelta al cristal apenas queda vacío uno de sus extremos, a fin de que pueda funcionar de nuevo si no queremos que nuestro trabajo anterior se pierda. El filósofo en su celda, la lugareña junto a su rueca deben hallar sin duda un inestimable auxiliar en este "compañero de las horas solitarias", como ha sido llamado, que no sólo sirve para decirnos cómo pasa el tiempo, sino también para llenar sus vacíos. ¡Qué tesoro no parecerá contener esta ampolla, depósito sagrado, se diría, de las arenas mismas fugitivas de la vida! ¡Qué tarea, en lugar de otros más importantes cometidos, aguardar a que corra el último grano, y en seguida renovar el proceso, para que no haya el más leve error en la cuenta! ¡Qué fuerte sentimiento del valor y de la irrecuperable naturaleza del tiempo transcurrido debe imprimir en el espíritu! ¡Qué estremecida e incesante conciencia de lo frágil y resbaladizo que de él nos queda! Nuestra existencia misma parece desmoronarse en átomos, y escurrirse sin tregua posible hasta el último fragmento. "El polvo al polvo y las cenizas a las cenizas" es un texto para ser inscripto sobre un reloj de arena; este es comúnmente asociado con la guadaña del tiempo y la calavera, como un memento mori, y sin duda ha suministrado más de una sugestión al exaltado timorato y visionario en favor de la resurrección en otra vida.
Los franceses dan un giro distinto a las cosas, menos sombríos y menos edificante. Un ornamento frecuente y placentero en los relojes de mesa parisienses es la figura del tiempo sentada en una barca en la que van remando Cupido, con el lema. L'Amour fait passer le Temps, que un ingenio donoso ha parafraseado: Le Temps fait passer l'amour. Todo ello es espiritual y gracioso, pero un poco falto de sentimiento. Me gustan los pueblos que aman y que odian, y para los cuales no todo es diversión ni cuestión de passer le temps. Los franceses no dan importancia a nada, como no sea de modo transitorio, sólo piensan en cambiar de sensaciones; todas sus ideas son in transitu. Todo se divide y separa; nada se acumula. Un millón de años pasaría antes de que un francés pensara en el Horas non numero nisi serenas. Su apasionado reposo y su voluptuosidad ideal, le son tan ajenos como la poesía de aquel verso de Shakespeare: How sweet the moonligth sleeps upon trat bank (¡Cuán dulcemente duermen los rayos de la luna sobre esa orilla!, Shakespeare, El mercader de Venecia, V, I, 54). Jamás llegan a lo clásico... ni a lo romántico. Soplan las pompas de la vanidad, la moda y el placer; pero no expanden sus percepciones en refinamiento, ni las fortalecen en solidez. Donde no hay algo hermoso en los cimientos de la imaginación, nada hermoso puede levantarse encima. Son vivaces, airosos, llenos de fantasía (hay que darles lo suyo), pero cuando tratan de ser serios (más allá del simple sentido común), son insulsos o estrafalarios. Cuando la sal volátil se ha evaporado, sólo queda un caput mortuum. Han inventado mil artificios graciosos y antojadizos para sus relojes de sobremesa y de bolsillo, que parecen hechos para cualquier cosa menos para decir la hora: relojes de repetición, sabonetas con tapas de metal, relojes de torre o de pared con segundero. Ni aun en nuestros esfuerzos por calcular el derroche del tiempo hay modo de escapar a lo superfluo y la extravagancia. Los años galopan ya bastante aprisa para mí, sin tener encima que observar a cada instante su fuga; debo decir, además, que no me gusta un reloj de bolsillo (sea de manufactura inglesa o francesa) que viene a mí como un salteador de caminos, con la cara tapada, y no con el aspecto franco y abierto de un amigo, señalando con su índice la hora del día. Todo este abrir y cerrar de tapas macizas y pesadas (so pretexto de que el cristal está expuesto a romperse y deja más fácilmente entrar el polvo, que a su vez obstruye el mecanismo) no es para ahorrar tiempo sino para dar quehacer: mera ostentación y petulancia; como consultar a un oráculo misterioso que se lleva en el bolsillo, en vez de hacer una simple pregunta a un compañero o a un conocido.
En la habitación en que estoy hay dos relojes que dan la hora, lo cual, a decir verdad, me hace poco gracia. En primer lugar, no necesito que me recuerden por duplicado el transcurso del tiempo (es como el segundo golpecito de un sirviente indiscreto en la puerta cuando quizá no tiene uno ganas de levantarse); en segundo lugar, como jamás van enteramente al unísono, siempre supone una diferencia de opinión, y soy por naturaleza contrario a toda polémica y disputa. El tiempo, de todos modos, camina igual, cualquiera que sea la diferencia en la manera de contarlo; como la verdadera gloria, pese a los reparos y contradicciones de los críticos. Tampoco soy amigo de los relojes de repetición. El único agradable que tengo de ellos es aquella anécdota que nos cuenta Rousseau (en Las confesiones, II, Xl), de cierta dama francesa que, leyendo una noche La nueva Eloísa, como ordenara a su doncella que hiciese sonar la hora en el reloj de repetición, encontró que era ya demasiado tarde para irse a la cama y continuo leyendo hasta el amanecer. Cuán distinto, sin embargo, el interés suscitado por esta historieta de la que el mismo Rousseau nos cuenta de cuando, aún chiquillo, permanecía horas y horas con su padre leyendo novelas de caballería, hasta que el piar de las golondrinas en sus nidos al romper el alba venía a sobresaltarlos y el padre exclamaba, entre irritado y avergonzado: Allons, mons fils; je suis plus enfant que toi! Por lo general, he oído tocar los relojes de repetición en las diligencias, de noche, cuando alguno de los compañeros de viaje despierta bruscamente y desea saber la hora, otro de los viajeros saca aparatosamente su reloj y aprieta el resorte que hace sonar la hora -cada campanadita pinchando el oído me informa de las horas monótonas ya pasadas y de las aún más monótonas que restan hasta la mañana.
La gran ventaja, es cierto, que los relojes de campana tienen sobre los de bolsillo y demás contadores mudos del tiempo es que la mayoría de ellos dan la hora: son, por así decir, los portavoces del tiempo; no sólo lo indican a los ojos, sino que lo hacen presente a los oídos, "prestándole a la vez un entendimiento y una lengua". El tiempo nos habla así con voz audible y admonitoria.
Los objetos de la visión son fácilmente percibidos por la vista y sugiere provechosas reflexiones al espíritu; los sonidos, por su naturaleza intermitente, y acaso también por otras causas, apelan más a la imaginación e impresionan más directamente al corazón. Pero, para ello, tienen que ser inesperados e involuntarios, sin treta alguna, sin nada optativo o personal en su ocurrencia, a guisa de severos e inflexibles monitores a los cuales nada puede impedir que cumplan su deber. Seguramente, si hay algo en lo que no debemos mezclar nuestra vanidad y nuestro empeño es el tiempo, la más independiente de todas las cosas. Toda la sublimidad, toda la superstición que rodea este modo palpable de anunciar su fuga, depende especialmente de esta circunstancia. El tiempo perdería su carácter abstracto si lo guardáramos como una curiosidad o un muñeco de caja de resorte: sus advertencias proféticas no harían el menor efecto si hablasen tan sólo a nuestro dictado, como en una burda ventriloquía. El reloj dice la hora llegada y temida -la campanada del castillo que "con su lengua de hierro y boca broncínea tañe a los oídos soñolientos de la noche" (Hamlet, I, II, 249), el toque de queda "vibrando lentamente con adusto rugido" (Shakespeare, El rey Juan, III, III, 38-39) sobre una fuente o un arroyo encantado, son como una voz de otros mundos preñada de acontecimientos desconocidos. El toque de queda, el cual aún se conserva como una costumbre de antaño en muchos lugares de Inglaterra, es uno de mis favoritos. ¡Lo he oído tantas veces de niño!
Los días pasados, las generaciones idas, las verdes cañadas y los pardos villorios de mi país natal, el hacha del leñador, el guerrero normando armado para la batalla o ataviado para el festín en la sala de su castillo, la férrea ley del conquistador y la candela apagada del campesino: todo ello revive en el clamar de la campana y llena mi alma de temor y de pasmo. Lo confieso, nada hoy por día me interesa sino lo que ha sido: el recuerdo de las impresiones de mi vida primera, o sucesos ha tiempo pasados, de los que sólo quedan confusos vestigios en el rescoldo de unas ruinas o en una costumbre casi olvidada. Que las cosas que ya no son vuelvan a ser de nuevo crea en mi espíritu el pasmo más genuino. No puedo resolver el enigma del pasado, ni saciar el deleite que hallo en él. Las generaciones, los años venideros, me importan un ardite. Lo que ocurra en el mundo el año 2300 nos tiene tan sin cuidado como lo que pueda ocurrir en cualquiera de los planetas. Tan posible nos sería hacer un viaje a la luna como intentar saltar impunemente un peldaño del tiempo. Los que han de venir detrás de nosotros y nos empujarán fuera del escenario se nos antojan advenedizos y simuladores, que existen por así decir in vacuo, no sabemos de qué, salvo que son lanzados por sus protectores con jactanciosa presunción entre los contemporáneos. Pero los antiguos son gente verídica y de buena fe, a quienes estamos unidos por un conocimiento acumulado y vínculos filiales, y en en lo que, vistos a la dorada luz de la historia, sentimos nuestra propia existencia redoblada y consolado nuestro orgullo mientras rumiamos los vestigios del pasado. El público en general no lleva, sin embargo, esta indiferencia especulativa con respecto al futuro a lo que pueda acontecerles a ellos personalmente o al papel que pueda tocarles desempeñar en la escena. Por mi parte, sí lo hago; y el único deseo que se me ocurría formular, o que alguna vez suscita en mí un suspiro incidental, sería el de volver a vivir algunos de mis años pretéritos: justamente aquellos en los cuales hube de gozar y sufrir.
El tictac de un reloj en la noche no tiene en sí nada de muy intreresante ni de alarmante, aunque la superstición lo haya agrandado hasta convertirlo en presagio. En estado de vigilia o de debilidad hace presa en el ánimo como el zumbido de un insecto importuno; y alucinando la imaginación aún después de haber cesado en realidad, se convierte en un tictac de muerte. El tiempo se ensancha a la contemplación de sus menudas partículas así hinchada y repetidamente impuestas a nuestra atención, como el océano, cuya inmensidad se halla compuesta por gotitas de agua. La campana del reloj con sus sonidos claros y argentinos es un gran alivio en esas circunstancias, rompe el ensalmo y es como una especie de silfo amical que entrase en la habitación. Los extranjeros, pese a todos sus artificios relojeros, no gustan del tañer de las campanas lugareñas, o quizá un pueblo que sabe bailar pueda pasarse sin ellas. Esas campanas, sin embargo, procuran un placer pensativo y caprichoso al espíritu, son una especie de cronología de los sucesos afortunados, a veces tan serios en la perspectiva del pasado; nacimientos, bautizos, y tantas otras cosas... Coleridge las llama "la única musica del pobre". Un campanario de aldea inglesa asomando entre los árboles aparece siempre asociado en la imaginación con este alegre acompañamiento y aun sobre la tormenta hará oír su buena nueva. En los países católicos el constante doblar de las campanas por los difuntos o llamados a la oración aturde. En los Apeninos, y otros distritos de Italia montañosos y agrestes, la campanita de la ermita con su ingenuo repicar produce un efecto encantador y romántico. En los tiempos de antaño al aparecer los monjes se complacían en la fundición de las campanas tanto como en la construcción de las iglesias; y algunas de las campanas de las grandes catedrales (como las de Colonia y Ruán) puede decirse que han enriquecido contando el paso de las edades. Los carillones de Holanda son un verdadero fastidio. Campanean la hora, la media y los cuartos. No dejan tregua a la imaginación. Apenas ha terminado un toque cuando ya empieza otro. No sabe uno si las horas se mueven o están quietas, si van hacia adelante o hacia atrás, tan fantástico y desconcertante es su acompañamiento.
El tiempo es un personaje más formal y no hace zapatetas. Nada más simple que el tiempo. Su andadura es derecha; pero es menester que nos dejen el ocio necesario para mirar hacia atrás y ver la distancia recorrida, en lugar de contar sus pasos a cada instante. El tiempo en Holanda es un viejo loco con todas las travesuras de un muchacho, que "va a la iglesia bailando la gallarda y vuelve a casa bailando el fandango" (Shakespeare, Noche de Reyes, I, III, 132-133). Dan un papirotazo a las horas perezosas y rastreras, y alivian la lasitud de la campaña. A mediodía, su canción inconexa y trivial se difunde a través de la aldea con el olor de las lonjas de tocino ahumado; al anochecer envían a la cama a los trabajadores cansados por la faena del día.
(...) Los que no tienen un medio artificial de comprobar el paso del tiempo, perciben más agudamente por lo general sus signos inmediatos y retienen mejor las fechas individuales. El auxilio mecánico del conocimiento no aguza el intelecto. El entendimiento de un salvaje es una especie de almanaque natural, y más exacto que los artificiales en su pronóstico del futuro. Con los ojos de la mente ve lo que le ha sucedido o quizá vaya a sucederle, "como en un mapa el viajero su camino". Los que leen el tiempo y las estaciones en el aspecto del cielo y la posición de las estrellas, cuentan por lunas y saben cuando el sol se levanta y se pone y no por eso desconocen sus propios negocios ni la concatenación ordinaria de los acontencimientos. Estos hombres no ven distraídas sus facultades por una multitud de preocupaciones ajenas a ellos mismos y a las apariencias externas que indican el cambio. El conocimiento que poseen tiene, pues, una claridad y una sencillez que a menudo dejan perplejos a los más doctos. Mas de una vez me ha sorprendido un pastorzuelo al borde del camino que sólo ve el cielo y la tierra y me pregunta la hora (que debería saber mejor que nadie por la altura del sol sobre el horizonte), pero supongo que si lo hace es por el gusto de preguntar a un transeúnte o de ver si éste tiene reloj. Robinson Crusoe perdió el cómputo del tiempo en la monotonía de su vida y el delirio de la soledad, y tuvo que recurrir a hacer muescas en un madero. ¡Qué diario el suyo! ¡Y cómo debió el tiempo tender su círculo en torno de él, vasto y sin senderos como el océano!
Por mi parte, jamás he tendio un reloj ni artificio alguno de contar el tiempo, y a decir verdad, tampoco deseo darme cuenta de su tránsito. Señal de que he tenido poco que hacer, pocos pasatiempos, pocos compromisos. Cuando estoy en la ciudad puedo oír el reloj; en el campo puedo escuchar el silencio. Nada me gusta tanto como yacer tendido la mañana entera sobre una loma soleada de la llanura de Salisbury, sin objeto definido, sin darme cuenta ni importarme un bledo el paso del tiempo. Quizá algunos de los pensamientos aquí expuestos fluctúan como partículas ante mis ojos entornados, o alguna vívida imagen del pasado en violento contraste me acomete y acudo a impedir que el hierro penetre en mi alma, y dejo caer unas cuantas lágrimas en el torrente del tiempo, que va separándome más y más de todo lo que ame en días lejanos.
Al fin, despierto de mi ensueño y vuelvo a cenar a casa, satisfecho de matar el tiempo con el pensamiento; es más, sin pensar siquiera. Algo de este humor de holganza lo heredé sin duda de mi padre, aunque él no se hallaba tan libre del hastío, pues no era un metafísico, y había en su ser pausas y huecos que no sabía cómo llenar. En tales ocasiones, acostumbraba, a modo de recurso, dar cuidadosamente cuerda a su reloj de bolsillo por la noche, y "con ojos opacos" más de una vez durante el día lo miraba para ver qué hora era... Pero, ahora que recuerdo, he hecho ya una vez algo por el estilo (1), y de resumirlo o glosarlo aquí de nuevo, seguramente no faltaría algún murciélago o lechuza de crítico que jurase, con las más sesuda gravedad, que había robado todo este ensayo a mí mismo o (lo que es peor) a él. Mejor será, pues, dejarlo como está. (*)
WILLIAM HAZLITT

(*) Fuente: William Hazlitt, "El reloj de sol", en Ensayistas ingleses, México, 1992, pp. 259-269.
(1) Se refiere al esbozo que hace de su padre en su ensayo "Mi primer encuentro con los poetas".

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