jueves, 30 de julio de 2015

D' AILLEURS DERRIDA

Hay, en ese mar revoltoso y plagado de monstruos y monumentos que es Youtube,  un documental de la escritora, poeta y cineasta egipcia Safaa Fathy sobre la relación entre el pensamiento y la biografía de Jacques Derrida: D’ailleurs Derrida (Por otra parte,  Derrida). Allí el filósofo, que murió en 2004, se mueve por distintos escenarios y países;  la cámara lo sigue por la playa, dando clases en la universidad, por la calle, en su casa mientras trabaja, subiendo al altillo donde tiene su biblioteca –el lugar de lo sublime, dice él, porque es el más alto de la casa, pero también porque es el de la sublimación. Se lo ve encantado de que lo filmen. Mueve las manos como si buscara las palabras con los dedos. Su pelo blanco y esponjoso es como el penacho de un pájaro engreído.

Más o menos hacia la mitad del film dice, mirando no exactamente a cámara, sino a alguien que está detrás:

Cuando dejo una huella, borro la singularidad del destinatario. Aunque deje una palabra secreta, escrita en secreto,  diciéndole a alguien: “te amo, a ti, únicamente”,  yo sé que eso cuando está escrito, y formulado en un idioma, y por lo tanto legible,  cuando la huella sea descifrable, perderá la unicidad del destinatario, de la destinataria.

Cuando escribo, niego de alguna manera, o lastimo, la identidad o la unicidad del destinatario.  Y ya no me dirijo a tal o cual persona, sino a cualquiera. La escritura es una traición.

Y entonces, dado que traiciono al escribir, yo cometo un perjurio al escribir, no puedo estar dejando de pedir perdón por el perjurio en el que consiste escribir, en que consiste firmar.

Marca, herida, huella, traición, estarían, entonces, implicados en el acto de la escritura y la escritura  no podría ser de otra forma  que estando afuera y dada a la lectura, a la interpretación. Podríamos decir: se le va de las manos. La autoría está determinada por la firma, pero no por una relación de autoridad. Ser un autor no implica ser autoritario, tener el control. Entonces, pide perdón.

Pide perdón, también, dice, por creer que lo que tiene para decir es interesante. Por –y hace un gesto como el del exhibicionista que abre su sobretodo para mostrar su desnudez– llamar la atención, exponerse impúdicamente.

Pide perdón, pero no pide ser absuelto. Ni está dispuesto a cumplir penitencia alguna.

El perdón que pide Derrida es el que se transforma en máquina de tiempo y permite volver atrás, retroceder, y hace operar, en ese movimiento, la posibilidad, la promesa, el proyecto, el futuro. Volver a las marcas, las huellas y, con un recorrido hecho, con una experiencia nueva, una que no se tenía antes de la herida, leer con otra disposición, esas mismas marcas.

¿Es necesario pedir perdón? ¿Hace falta una escena del perdón?, se pregunta Derrida. ¿O un perdón es siempre silencioso, callado, íntimo, secreto?

Pero la pregunta más difícil es si es posible perdonar. O mejor: qué significa perdonar. ¿Olvidar? ¿Indultar? ¿Pisar el pasado?

Sería más bien, “volver al mismo lugar –escribe la filósofa Diana Sperling, a propósito del concepto de Perdón en Walter Benjamin, Hanna Arendt, Derrida– pero para hacer la diferencia.

El tiempo se vuelve maleable. Ya no es rígido, ni impenetrable. Los residuos del pasado, restos del tiempo perdido, son rescatados para ser leídos desde nuevas coordenadas de interpretación.

Virginia Cosin



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