viernes, 17 de enero de 2014

EL TEATRO Y SU DOBLE





Las ideas claras son ideas acabadas y muertas. La poesía es anárquica en tanto cuestiona todas las relaciones entre objeto y objeto y entre forma y significado. La verdadera poesía es metafísica, quiéraselo o no, y yo aun diría que su valor depende de su alcance metafísico, de su grado de eficacia metafísica. Hacer metafísica con el lenguaje hablado es hacer que el lenguaje exprese lo que no expresa comúnmente; es emplearlo de un modo nuevo, excepcional y desacostumbrado, es devolverle la capacidad de producir un estremecimiento físico, es dividirlo y distribuirlo activamente en el espacio, es usar las entonaciones de una manera absolutamente concreta y restituirles el poder de desgarrar y de manifestar realmente algo, es volverse contra el lenguaje y sus fuentes bajamente utilitarias, podría decirse alimenticias, contra sus orígenes de bestia acosada, es en fin considerar el lenguaje como forma de encantamiento.

Dejemos a los profesores la crítica de los textos, a los estetas la crítica de las formas, y reconozcamos que si algo se dijo antes no hay por qué decirlo otra vez; que una misma expresión no vale dos veces; que las palabras mueren una vez pronunciadas, y actúan sólo cuando se las dice, que una forma ya utilizada no sirve más y es necesario reemplazarla.

O nos mostramos capaces de retornar por medios modernos y actuales a esa idea superior de la poesía, o sólo nos resta abandonarnos a nosotros mismos sin protestas e inmediatamente, reconociendo que sólo servimos para el desorden. O retrotraemos todas las artes a una actitud y una necesidad centrales, encontrando una analogía entre un movimiento de la pintura o el teatro y un movimiento de la lava en la explosión de un volcán, o debemos dejar de pintar, de gritar, de escribir o de hacer cualquier cosa.

Se trata, pues, de crear una metafísica de la palabra para rescatarla de su servidumbre a la psicología. Pero nada de esto servirá si detrás de este esfuerzo no hay una suerte de inclinación metafísica, una apelación a ciertas ideas insólitas. No se trata, por otra parte, de poner directamente en escena ideas metafísicas, sino de crear algo así como tentaciones, ecuaciones de aire en torno a estas ideas. Y el humor con su anarquía, la poesía con su simbolismo y sus imágenes nos dan una primera noción acerca de los medios de analizar esas ideas. Pues todo este magnetismo y toda esta poesía y sus medios directos de encanto nada significarían si no lograran poner físicamente el espíritu en el camino de alguna otra cosa, si no pudiera darnos el sentido de una creación de la que sólo poseemos una cara, pero que se completa en otros planos. Nada significan el humor, la poesía, la imaginación, si por medio de una destrucción anárquica generadora de una prodigiosa emancipación de formas no alcanzan a replantear orgánicamente al hombre, con sus ideas acerca de la realidad y su ubicación poética en la realidad.

Y reivindico así el derecho de romper con el sentido usual del lenguaje, de quebrar de una buena vez la armadura, de hacer saltar el collar de hierro, de regresar, en fin, a los orígenes etimológicos del lenguaje. Hay otros lenguajes en el mundo además de nuestro lenguaje occidental que ha optado por la precisión, por la sequedad de las ideas, y que las presenta inertes e incapaces de despertar a su paso todo un sistema de analogías naturales. Las palabras no quieren decirlo todo, y por su naturaleza y definido carácter, fijado de una vez para siempre, detienen y paralizan el pensamiento, en lugar de permitir y favorecer su desarrollo. Trato de devolver al lenguaje de la palabra su antigua eficacia mágica, su esencial poder de encantamiento, pues sus misteriosas posibilidades han sido olvidadas. La palabra se ha osificado, los vocablos, todos los vocablos, se han helado y envarado en su propia significación, en una terminología esquemática y restringida. La palabra necesita que se la deje en libertad, y he aquí entonces que el lenguaje se reconstituye, revive con una especie de severa pureza moral que no teme pagar a la vida el precio que ella exige.

Antonin Artaud. El teatro y su doble. 1938.



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