viernes, 22 de febrero de 2013

OBSTINACIÓN



OBSTINACIÓN

Una virtud hay que quiero mucho, una sola. Se llama obstinación. Todas las demás, sobre las que leemos en los libros y oímos hablar a los maestros, no me interesan tanto. En el fondo se podía englobar todo ese sinfín de virtudes que ha inventado el hombre en un solo nombre. Virtud es: obediencia. La cuestión es a quien obedece. La obstinación también es obediencia. Todas las demás virtudes, tan alabadas y ensalzadas, son obediencia a leyes dictadas por los hombres. Tan sólo la obstinación no pregunta por esas leyes. El que es obstinado obedece a otra ley, a una sola, absolutamente sagrada, a la ley que lleva en sí mismo, al “propio sentido”.


Lastima que la obstinación sea tan poco apreciada. ¿Acaso goza de estima? ¡Oh no! Incluso se la considera un vicio o un lamentable desmán. Sólo se la designa con su verdadero nombre cuando molesta o suscita odio (Por cierto que las verdaderas virtudes siempre molestan o suscitan odio. Véase Jesús, Sócrates, Giordano Bruno y todos los demás obstinados). Y cuando existe cierta voluntad de admitir la obstinación como virtud, o al menos como un bello atributo, se mitiga en lo posible su áspero nombre. “Carácter” o “personalidad” no suena tan desapacible y vicioso como obstinación. Carácter se le atribuye al hombre que posee algunas intuiciones e ideas propias, pero que no vive según ellas. Pero si un hombre tiene intuiciones propias y vive realmente de acuerdo con ellas, pierde el elogioso título de carácter y sólo se le concede el de obstinación. Pero analicemos la palabra ¿Qué quiere decir obstinación? Terquedad, tener un propio sentido.

Lo trágico no es otra cosa que el destino del héroe, que sucumbe por seguir su propia estrella, en contra de las leyes tradicionales. Porque el héroe trágico, el obstinado enseña a los millones de seres mediocres y cobardes que la desobediencia a las normas del hombre no es capricho brutal, sino lealtad a una ley mucho más alta, más sagrada. O digámoslo así: el instinto gregario del hombre exige de cada cuál ante todo adaptación y subordinación, pero sus más altos honores no se les reserva en absoluto a los sufridos, pusilánimes y dóciles, sino precisamente a los obstinados, a los héroes.

El héroe no es el ciudadano obediente, apacible y cumplidor. Heroico sólo puede ser el individuo que ha erigido su “propio sentido”, su noble y natural obstinación en su destino. “Destino y espíritu son nombres de un mismo concepto”, dijo una vez Novalis, uno de los poetas alemanes más profundos y desconocidos. Pero el héroe es el único que tiene el valor para asumir su destino.

Yo predico la obstinación, no la subversión. ¿Cómo iba a desear la revolución? La revolución no es otra cosa que la guerra, es, igual que ella, la continuación de la política por otros medios. El hombre que ha encontrado el valor de ser él mismo y ha oído la voz de su propio destino no tiene ya el más mínimo interés en la política, ya sea monárquica o democrática, revolucionaria o conservadora. Le preocupan otras cosas. Su sentido propio como el profundo, grandioso y divino sentido propio de cada brizna de hierba, está dirigido hacia su propio desarrollo y nada más. Egoísmo si se quiere. ¡ Más este egoísmo es totalmente distinto de ese otro despreciable egoísmo del usurero o del ansioso de poder.

El dinero y el poder y todas esas cosas por las que los hombres se torturan mutuamente y terminan matándose a tiros tienen poco valor para quien se ha encontrado a sí mismo, para el obstinado. Este sólo valora una cosa: la misteriosa fuerza en su interior, que le ordena vivir y le ayuda a crecer. El dinero y similares no conservan, ahondan ni potencian esa fuerza. Pues dinero y poder son inventos de la desconfianza. El que desconfía de la fuerza vital en su interior, el que carece de ella, tiene que compensarla con sucedáneos como el dinero. Para quien confía en sí mismo, para quién no desea otra cosa que vivir puro y libre su destino y dejarlo vibrar en su interior, esos medios auxiliares, desmesurados y pagados siempre con exceso, se reducen a instrumentos subordinados, de uso y posesión agradables, pero jamás decisivos.

No somos máquinas calculadoras ni ningún otro mecanismo, somos hombres. Y para los hombres existe únicamente un solo punto de vista, una sola medida natural, la del obstinado. Para éste no existe ni el destino del Capitalismo, ni el destino del Socialismo, ni Inglaterra ni América. Para él no existe nada más que la ley silenciosa y tenaz que late en su pecho, que resulta tan penosa al hombre cómodo y tradicional, porque significa destino y Dios para el obstinado.



HERMANN HESSE

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